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El Vestido Rojo

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“Es tan bella.” “Lo es, ¿no es así?” “Definitivamente es perfecta.”. Mientras continuaba escuchando los incesantes halagos dirigidos hacia mí, contemplé el paisaje que aparecía ante la ventana. Ya sabía de memoria cómo eran este tipo de charlas: sonrisas frívolas, halagos, continuación de la conversación, risas falsas, pretensiones de caer bien, halagos otra vez y así seguían. Jamás deseé ser como los demás me veían pero la clase de familia en la que vivo no me crió de otra forma.

No tuve infancia, sino más bien una transición de niña a mujer llena de bailes a los cuales presentarse y reuniones a las cuales asistir. Recuerdo que en aquellos años, durante mis clases de piano, solía mirar con cierto recelo a los niños de la criada que jugaban afuera. Nunca pude tener libertad suficiente para jugar y menos afuera, donde podía ensuciarme. Mi madre siempre me decía que las niñas como yo no podían hacer semejantes estupideces. Las niñas como yo debíamos ser perfectas. Nunca quise serlo, pero jamás tuve el atrevimiento de ser distinta a lo que se esperaba de mí.

La gente siempre se acercaba a mí dispuesta a halagarme hasta el cansancio y de reírse de mis chistes aunque no fueran del todo graciosos. En esos momentos deseaba poder ser un pájaro libre y volar sin rumbo, sin estar atada a nada ni nadie.

Como “perfecta” que era, siempre recibía regalos de aquellos que eran mis llamados pretendientes, aunque sus pretensiones no eran precisamente conquistar mi corazón, sino más bien heredar parte de la fortuna de mis padres que era, por lo tanto, mi fortuna también. El hombre indicado jamás llegaría para mí. Nunca nadie me amaría verdaderamente.

El pensar eso generó que un horrible escalofrío recorriera toda mi espalda, mientras una lágrima rodaba por mi rostro. Como si el cielo se hubiera apiadado de mí, comenzaron a caer pequeñas gotas que terminaban en la ventana e interrumpían la vista que tenía del paisaje. “Disculpe señorita, ¿se encuentra bien?”-oí que alguien preguntaba tras de mí. Al mismo tiempo que me secaba la lágrima, me di vuelta para ver quién era la persona preocupada, o que por lo menos parecía estarlo. Grande fue mi sorpresa al encontrarme con un joven apuesto, de cabello castaño y grandes ojos color miel devolviéndome la mirada, llena de preocupación penetrante. “Sí, estoy bien”-atiné a responderle. “¿Segura?” Porque es una lástima que una bella dama como usted se encuentre tan triste.”-dijo mientras me entregaba un hermoso pañuelo de seda lila. “No creo, señor, que sea de su incumbencia lo que me ocurre.”-dije un poco cortante, mientras aceptaba su ofrenda. “Discúlpeme, no era mi intención ofenderla. Me presento: mi nombre es Marcos Lazara.”-anunció, mientras hacía una pequeña reverencia. “No tiene porqué disculparse, señor Lazara; después de todo fui yo la que no mantuvo la cordura. Ahora si me disculpa, me debo retirar.”-dije, a la vez que le devolvía la reverencia. “Espere, no me ha dicho su nombre.” “Usted parece un hombre inteligente señor Lazara. Estoy segura de que lo podrá descubrir por si mismo.”-sonreí pícaramente y me dirigí a la puerta. A pesar de todo, esa noche deseé que Marcos no desapareciera de mi vida.

Los días pasaron y éstos seguían igual que siempre. No había sabido más nada de Marcos desde aquel día en que me había ofrecido el hermoso pañuelo que aún conservaba en mi relicario. Tenía la esperanza de que algún día se lo podría devolver, y así tener una excusa para conversar.

Una noche, asistí junto a mi madre y mis hermanas, a un baile cuyo único objetivo era que los padres pudieran encontrarles a sus hijas un futuro esposo digno. Accedí a ir únicamente porque seguía esperando encontrarme con Marcos, y había llevado su pañuelo en mi pequeño bolso.

Tratando de alejarme del gran amontonamiento de personas, me dirigí hacia el patio a tomar aire. Mientras respiraba hondo y cerraba los ojos, escuché esa voz, que no había olvidado, pronunciar mi nombre. “Catalina Brass.” Sonreí al instante y me di vuelta rápidamente. “Señor Lazara. Yo le dije que era inteligente.” “Por favor dígame Marcos. Me hace sentir…grande y aburrido sino.”-rió. “Como guste, Marcos. Traje su pañuelo que me prestó amablemente el día en que nos conocimos. Supuse que lo querría de vuelta.”-dije mientras extendí el retazo de tela suave. “Quédeselo, así tendremos una excusa para volver a vernos. Además, no he venido a pedirle que me devolviera el pañuelo, sino que vine para ver si me concedería la siguiente pieza.”-dijo tímidamente, a la vez que extendía su mano. “Sería un honor.”-respondí, mientras se la tomaba.

Esa noche fue inolvidable y Marcos no se separó ni un solo minuto de mi lado. Con él me sentía cómoda, como que podía ser yo misma, y no la que todos creían que era perfecta. Con él podía ser aquello que más quería: imperfecta. Todos los días me enviaba una rosa blanca, las cuales las iba colocando en un florero de porcelana. Cada vez que las veía, sonreía al recordar a aquel joven apuesto que me las enviaba. Sin duda, Marcos era el indicado para mí.

Así pasaron los días, hasta que la rosa numero doce llegó, acompañada de una gran caja. En su tapa había una pequeña nota que decía: “Rojo, el color del amor y la pasión, como lo que siento por usted. La espero en la plaza, a la noche. Hay algo que debo preguntarle. Siempre suyo, Marcos.” Al terminar de leerla, sonreí inmediatamente y abrí la caja: era un hermoso vestido rojo de terciopelo, cuya falda estaba decorada con moños y bordada con un hermoso encaje. No dudé un segundo en ponérmelo.

Me dirigí nerviosa hacia la plaza. La gente que pasaba me miraba sorprendida y extrañada: no era usual ver a una mujer tan vestida, caminando sola por la calle. Mis zapatos resonaban por el empedrado, mientras pensaba en Marcos y la pregunta que me haría. Por fin llegué a la plaza, y allí estaba él, sonriente, esperándome. “Eres hermosa, Catalina.”-dijo mientras me besaba la mano. Yo sonreí tímidamente, mientras mis mejillas comenzaron a combinar con el color de mi vestido. “Probablemente estará pensando porque la cité aquí. Verá, yo siento algo demasiado fuerte por usted. No desaparece ni un solo segundo de mi mente. La amo Catalina, y quiero pasar el resto de mi vida con usted. Señorita Brass, ¿me haría el gran honor de convertirse en mi esposa?”-no lo podía creer. Las lagrimas de felicidad no tardaron en aparecer, y mientras sonreía le respondí “Sí, infinitas veces sí.”- y nos abrazamos y besamos sin importar que los demás vieran. Éramos imperfectos y eso me encantaba.

Mientras volvíamos a nuestras casas,nuestras miradas no se separaban ni un segundo. Nuestros dedos entrelazados cabian perfectamente. Todo era risas y felicidad, pero la mejor parte era que en todo ello habia un sentimiento de verdad. No mas frivolidad, no mas falsos halagos, no mas hacer de cuenta que eramos algo distinto a lo que sentiamos. En una de las tantas esquinas que veniamos caminando sin rumbo, el pañuelo (que no había recordado que llevaba conmigo) se cayó de mi cartera a la calle. “No se preocupe, mi futura esposa, yo iré por él”- y esa fue la última sonrisa que me dedicó. No llegó a tiempo de ver el carruaje que se avecinaba a gran velocidad; no llegó a tiempo de escuchar mis gritos; no llegó a tiempo de ser mi esposo.

Ese fue el último vestido que usé. Jamás me volví a poner otro; me recuerdan demasiado a él. Sigo pensando que algún día volverá, con su pañuelo en la mano, a llevarme a la iglesia. Pero desde entonces el amor ya no vuelve y el vestido rojo acumula polvo en el fondo del armario, recuerdo de un amor imperfecto y tan puro que no pudo ser.


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Published on July 26, 2014

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