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Ver lo extraordinario de lo ordinario es un arte que se logra con paciencia y cariño. Moli.
Era una tarde común. Mi madre me había obligado a recorrer la ciudad con una lista infinita de quehaceres, como si la tarde que amenazaba con acabar fuera suficiente. Mientras ella no paraba de hablar sobre la siguiente actividad o lo que se le olvido hacer en el lugar anterior, yo imaginaba todos los lugares en los que podría estar en vez del carro chico sin aire acondicionado ni radio. Me imaginaba que estaba en la playa, la brisa salada meneando mi cabello y el ruido de las olas meciendo mi siesta. También me imaginaba que estaba en algún cerro, con un poco de frió y la naturaleza en mis pulmones. Supongo que en algún momento cuando mi mente volaba, mi mama me hizo alguna pregunta que realmente meritaba mi respuesta porque de repente sus ojos marrones y algo cansados me veían con ansiedad, esperando algo de mi.
Con la cara de alguien que ha acabado de ser descubierto, le pedí que repitiera. Resulta que quería mandarinas, y siendo esta fruta mi elixir de vida no pude evitar ofrecerme a comprarlas, aun sabiendo que en la lista seguían habiendo varios pendientes y el sol ya no calentaba tanto como antes. En la esquina de la calle donde nos encontrábamos, bajo un toldo blanco se encontraban las dichosas mujeres naranjas, siendo cómplices de placeres virginales. Con un poco de picaría recibí el paquete de mandarinas y mi mi madre fue la primera en coger una. Sentir el terciopelo en mi lengua mientras la brisa tardecida acaricia mi piel es suficiente premio para las horas interminables por la ciudad.
Creo que mi mama vio mi sonrisa cuando el jugo del cuajo penetro mis papilas gustativas, creo también que decidió terminar la lista en otro momento porque cuando abrí mis ojos íbamos en camino a la casa. El camino de regreso era algo largo y no quería botar las semillas de los cuajos en el carro por lo que las iba recolectando en mi mano. Faltando solo un poco mas para hogar, avistamos el campo, protegido por una reja alta. Decido entonces empezar a tirar las semillas tratando de atinar al pasto.
La tarea resulta mas complicada de lo que esperaba, creo que estar en el carro, con el cinturón de seguridad presionándome no ayudaba a mi falta de coordinación. Mi mama se reía de mis intentos y me animaba. Yo, en un arranque de adrenalina, me pare un poco el asiento y con toda mi fuerza lance todas las semillas que me quedaban. Puedo asegurar que al menos unas cinco entraron en el campo. Mi mama rió un poco mas, y con todo el amor que una madre puede tener me dijo:
-Ahora crecerán arboles de mandarinas.
Y de repente entendí el motivo de su risa. Comprar mandarinas tras un largo de día de diligencias y tirar las semillas al campo era una costumbre olvidada por la flojera a completar listas infinitas. Cuando era chica siempre lo hacíamos, y nunca podía atinar las semillas, por lo que siempre en un arranque de furia (mas bien) me sentaba en mis rodillas y las tiraba con rabia.
Nunca crecieron arboles de mandarina, pero aun así, cuando termino una larga jornada y voy manejando tranquila en mi auto con aire y radio, bajo la ventana y sonriendo picaramente empiezo a tirar las semillas al campo con la infantil ilusión de atinarles y ver crecer un árbol.
Jóvenes dejaron sus almas en la lucha contra la injusticia, yo dejo la mía en letras como tributo.
0065 Launches
Part of the Flash Fiction collection
Published on August 20, 2014
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