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Inmarcesible

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Llegué a la casa donde pasé mi niñez. Al momento en el que abrí la puertita de la cerca del terreno, me inundó el suave perfume de las rosas y de las plantas exóticas que mi abuela solía cuidar. Recuerdos que creí olvidados volvieron a mi cerebro. Noches de verano sentado en el pasto ligeramente mojado por el rocío mirando las estrellas, lo eterno, lo infinito, lo oceánico, estaba ahí, en la palma de mi mano. También me acordé de las cervezas con mis amigos al anochecer, eramos tan jóvenes. Qué irónica que es la vida y cómo te sorprende. Atardeceres que se reflejaban en nuestra piel y sueños que se hundían en el horizonte para volver a revivir al día siguiente. Ese sentimiento de que todo es posible, de ver la vida así. Pero eso ya no es una elección. O quizá ya no para mi. Las cosas cambian y uno crece. Hoy vivo a unas dos horas de este pueblo con mi esposa, Ana, y ahora que mi madre falleció, vine a empacar todo y vender la casa. Decidí quedarme un fin de semana aunque la idea de estar acá me ahogue de nostalgia. Entré y las paredes que me vieron crecer me absorbieron. Todo estaba igual. Veía a mi abuela tejer en el sillón azul, junto a una ventana que daba al jardín. Veía a mi mamá cocinando, casi sentía el aroma a romero de la salsa que siempre hacía. Poco a poco, la vida pasó, y como si fuera un tren, mi abuela se bajó. Mi madre lentamente fue olvidando el viaje y también partió. Y porque de la muerte no se escapa nadie, es lo único certero en esta vida. Salí a caminar a la playa. El sol quemaba mi cabeza calva. Tengo 68 años. Mierda. ¿Cuándo pasó tanto el tiempo? Dejé que el agua salada mojara mi cuerpo, una vez fuerte y terso, abrazado por el tiempo.

Volví a la casa, cociné la cena y me dormí instantáneamente en uno de los cuartos, el de mi mamá. Soñé con ella. De vuelta ella era joven, tenía la misma mirada tierna de cuando yo tenía ocho años. Me miró. Me sonrió. Usaba un vestido amarillo, pasado de moda. Me abrazó, de pronto estaba en sus brazos, tenía ocho años. La miré. Una lagrima silenciosa se me escapó. Mejor dicho, una lagrima dejé en libertad. La rodee con mis bracitos. Me dijo que me amaba y que me extrañaba. Respiraba rápido cuando me desperté en llanto. Me lavé la cara, me sentía tan vulnerable, asustadizo. Creí que para este momento tendría todas las respuestas a la vida y sin embargo sigue habitando en lo profundo de mi ser un niño. Un adolescente confundido, inseguro del mundo. Volví a la cama y me reconforté en recuerdos lindos.
La noche me envolvió, y el tiempo volvió atrás. Los rayos del sol que dejaba traspasar la persiana de madera me despertaron. Me sentía diferente, me miré al espejo y me vi. Lucía joven. De unos veinte años. Salí del cuarto atontado y la vi. Ahí estaba mamá, cocinando. ¿Morí? ¿Estoy soñando? No importa, igual la abracé. Después de hablar por horas y saborear una vez más su salsa, salí a la calle, ya teñida del anaranjado rosáceo que solo podemos ver en el atardecer. Me sentía vital. ¿Cuándo dejé de sentirme así? Me encontré con mi abuela regando las rosas. "Los pimpollos están a punto de nacer" me decía despacito. De pronto vi a Ana en el medio de la calle. Tan segura de sí misma como siempre, radiante, hermosa. Su pelo largo color castaño oscuro con reflejos claros contorneaba su rostro. También tenía veínte años otra vez. Escuche la elocuencia de su voz, me sumergí en su tranquilidad. Vimos el sol esconderse, nos reímos hasta que nos doliera la panza, fuimos a bailar con nuestros amigos como antes. ¡Uy! ¡La juventud! exclamaban mis pensamientos, que maravilloso vivir su belleza. Nuestros labios se reencontraron una vez más, mientras "Allways on my mind" sonaba de fondo. La perfecta banda sonora. En ese momento pensé: ¿Cuándo fue que nos dejamos de llevar bien? ¿Cuál fue la razón? ¿Cuándo nos marchitamos? Despejé mi mente de aquellos interrogantes y me entregué a las sorpresas de la noche. Noches mágicas otra vez volviendo a casa con la salida del sol. Entre suspiros y una gran sonrisa me entregué al sueño.
Desperté. Todo era diferente, otra vez. Mi rostro estaba dibujado con arrugas pero mis ojos reflejaban miles de historias. El tiempo, aliado a veces, enemigo otras. Las reglas de la vida así lo decían. Y la añoranza de todos esos días me hizo reflexionar. Cambiamos, sí. Crecemos, envejecemos, sí. Pero está en nosotros elegir cómo afrontar el viaje. Me refregué la marca de los anteojos de la nariz. Me sonreí. Decidí que era hora de soltar el pasado. Abroché los botones de mi camisa. Voy a traer a Ana acá, vamos a ir a la playa, pero no por lo que fue, si no por el que es. Y al final sí se trata de elegir. Elegir que sea el viaje de nuestros sueños o el de los demás, elegir dejarse amargar por las injusticias de la vida o renacer de ellas. Respiré profundo y me asombré al ver los pimpollos de rosas. Ayer todavía no estaban. No todo es como esperamos y no todos actúan como esperamos. Y dejar de esperar me hace vivir. Más vivo que nunca, me siento inmarchitable, inmarcesible. 



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Updated on January 24, 2018

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